sábado, 29 de diciembre de 2007

El "patio trasero" se emancipa. Nuevo desafío regional a Estados Unidos

Ciudad de México, 29 de diciembre de 2007
Servicio informativo núm. 303


EL “PATIO TRASERO” SE EMANCIPA. NUEVO DESAFÍO REGIONAL A ESTADOS UNIDOS
Janette Habel*
(publicado en Le Monde Diplomatique en diciembre de 2007)

¿Por qué abrió la embajada estadounidense una serie de “consulados satélites” en cinco estados de Venezuela productores de hidrocarburos? ¿Por qué intenta el Pentágono reactivar el aeropuerto militar Mariscal Estigarribia, en el Chaco paraguayo, a unas decenas de minutos de vuelo de Bolivia? Desde fines de los años noventa, viene siendo puesto en apuros en América Latina. El proyecto del gran mercado que va desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, la Zona de Libre intercambio de las Américas, no tuvo éxito. En su lugar aparecieron gobiernos de izquierda, moderados y radicales, una alianza energética Venezuela-Bolivia-Argentina, el Banco del Sur que pone en jaque al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, la Alternativa Bolivariana de las Américas (Bolivia, Cuba, Nicaragua, Venezuela), el esbozo de un socialismo del siglo XXI en Caracas, La Paz y Quito… Washington intenta encauzar esta iniciativa promoviendo numerosos tratados de libre comercio, legitimando un “derecho de injerencia democrático” y reforzando la cooperación militar en nombre de la guerra contra el terrorismo y el narcotráfico, en defensa de… la democracia de mercado.

“América Latina es un continente perdido”. La afirmación pertenece a Moises Naim, director de la revista Foreign Policy. Menos categórico, el presidente del Inter-American Dialogue, Peter Hakim, no formula en menor grado la misma inquietud cuando se pregunta: ¿Washington está perdiendo a América Latina? [i]. Desde hace un decenio los Estados Unidos tuvieron que soportar varios reveses en este rincón del mundo. El rechazo de las políticas neoliberales llevó al poder a coaliciones de izquierda, radicales o moderadas, marcando en diferentes grados su independencia. En abril de 2002, fracasó el golpe de Estado contra el presidente venezolano Hugo Chávez. Luego, a pesar de las presiones del departamento de Estado, la fuerza del movimiento indígena llevó a Evo Morales al poder en Bolivia. A pesar de haber ejercido presiones de todo tipo, Estados Unidos no pudo impedir la elección de Daniel Ortega en Nicaragua o en Ecuador la de Rafael Correa [ii].

¿Entonces será necesario intervenir de forma más enérgica? El fracaso de la expedición en Irak hace poco probable, al menos por un tiempo, una envestida militar directa en otro frente.

Sin embargo, a pesar del rechazo generalizado que sufre, lo esencial del marco neoliberal permanece instalado. No es menos cierto que, lanzada con gran pompa por William Clinton durante una cumbre de las Américas realizada en Miami a fines del año 1994, la zona de libre comercio de las Américas (ALCA), el gran mercado americano, no ha podido ver el día. No obstante, según Carlos Gutiérrez, secretario estadounidense de Comercio, las empresas estadounidenses invirtieron 353 mil millones de dólares en América Latina y el Caribe en el año 2005. Sus filiales emplean a 600 mil personas. En el 2006, las exportaciones estadounidenses aumentaron 12.7% y las importaciones 10.5%.

El fracaso del ALCA no debe ocultar los avances en acuerdos bilaterales o multilaterales, en particular a través de los tratados de libre comercio (TLC). Puesto que la atracción del mercado estadounidense constituye una poderosa ventaja “nuestro país debe encontrar en las relaciones con todos los países del mundo, y particularmente con los EEUU, la fuerza que su tamaño no le otorga” afirma el ministro uruguayo de Economía, seducido por un TLC con los EEUU, del cual una de las consecuencias sería un conflicto con el Mercosur, lo que no dejaría de agradar a los EEUU. Aun clasificadas de centro izquierda, las elites latinoamericanas están dispuestas a capitular frente a la ofensiva neoliberal.

Con el tiempo el campo político de los TLC se amplió. Una nueva etapa en la integración continental –versión norteamericana– fue superada el 23 de marzo del 2005 en Waco, Texas. La Asociación para la Seguridad y la Prosperidad norteamericana consagra la creación de una comunidad económica de seguridad entre los EEUU, Canadá y México. Para el jurista Guy Mazet, “la novedad de este acuerdo radica en la introducción de la noción de seguridad en la lógica de los procesos económicos y comerciales, y en la institucionalización del poder de las empresas y del sector privado que se imponen a las políticas públicas” [iii].

Podemos preguntarnos cuál legitimidad jurídica tiene este acuerdo negociado al margen de los parlamentos nacionales. “El sector privado utiliza el marco internacional para obtener una influencia más importante sobre las políticas nacionales” constata Mazet.

El investigador estadounidense Craig Van Grasstek ha establecido que todos los países que integraron la coalición de voluntarios (coalition of the willing) en Irak se benefician de un TLC con los EEUU. También es el caso de países de América Latina que, como Colombia, Ecuador antes de la elección de Rafael Correa, Perú, Costa Rica o Guatemala se retiraron del grupo de los 20 (G20) [iv]. La publicación por el periódico El País del proceso verbal de las conversaciones entre George W. Bush y José Maria Aznar [v], en febrero del 2005, reveló la brutalidad del chantaje del presidente estadounidense hacia los países reticentes a apoyar una intervención militar en Irak. “Lo que está en juego es la seguridad de los Estados Unidos, declaraba entonces Bush. Lagos (el presidente chileno) debe saber que el TLC con Chile espera su confirmación en el Senado. Un actitud negativa podría poner en peligro su ratificación”.

Una dominación más consensual
También Michelle Bachelet, a pesar de ser favorable a una alianza estratégica con Washington, está expuesta a sanciones, debido a que el Congreso chileno ratificó el tratado que crea la corte penal internacional y no quiere garantizar la inmunidad de los soldados estadounidenses ante esta jurisdicción. La ayuda militar podría ser suspendida. Chile tendría entonces que pagar una suma importante al Pentágono por el entrenamiento de sus militares para el pilotaje de los aviones F16 que acaba de adquirir. Brasil, Perú, Costa Rica, Ecuador, Bolivia y Uruguay vieron la suspensión de sus entrenamientos militares y sus programas de ayuda por las mismas razones.

El desplome soviético contribuyó a dar a la retórica democrática de Washington una gran autoridad. Parece que quedó atrás aquella época cuando, siguiendo los pasos de Ronald Reagan, Jeane Kirkpatrick polemizaba contra James Carter acusándolo de haber, al hablar de “derechos humanos” a diestra y siniestra, socavado las bases de regímenes autoritarios no comunistas que eran, sin embargo, “más compatibles con los interés estadounidenses”; con el auge del liberalismo, la convicción de que la disciplina impuesta por la mundialización y el mercado limita el riesgo de desvío “populista” se impuso. Así como lo constata el investigador William I. Robinson, esgrimiendo la bandera de la democracia, se puede “penetrar la sociedad civil con el fin de garantizar el control social” a través de formas de dominación más consensuales. “Los estrategas estadounidenses se convirtieron en buenos gramscianos al comprender que el lugar real del poder es la sociedad civil” [vi], siempre y cuando, no obstante, se fragmente en grupos y comunidades con intereses divergentes.

Un consenso se fue estableciendo en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) luego de los atentados del 11 de septiembre: la defensa del orden democrático va a la par con el derecho de intervención contra toda “alteración” de ese orden. La adopción (por aclamación) de la carta democrática de la OEA, en el 2001, resumió esta ambición bajo la vigilancia estrecha del secretario estadounidense de la defensa Donald Rumsfeld. La preservación de la democracia, incluso por la fuerza, no es idea nueva. Lo que sí lo es, es que desde ahora esa idea la comparten algunos sectores de la izquierda en nombre del “derecho a injerencia humanitario”.

El papel de la OEA, sin embargo, es cada vez más complejo debido a las nuevas relaciones de fuerza en el continente.

El que todas las amenazas hacia la democracia no sean tratadas de la misma forma provoca tensiones. Luego de la trigésima séptima asamblea general de la organización, reunida en Panamá en el mes de junio 2007, la secretaria de Estado de los EEUU Condoleeza Rice, pidió el envío a Venezuela de una comisión de investigación con la finalidad de analizar la no renovación por parte del gobierno de Chávez de la concesión (que había llegado a término) de Radio Caracas Televisión (RCTV). La proposición fue rechazada y la secretaria de Estado, aislada, tuvo que abandonar la reunión.

Frente a las dificultades de las relaciones multilaterales, la administración estadounidense cuenta con sus propios relevos: las organizaciones no gubernamentales (ONG) y las fundaciones. La Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (United States Agency for Internacional Development, USAID) es el eje articulador, especialmente en cuanto a ayudas financieras. Esta es “el instrumento más apropiado cuando la diplomacia es insuficiente o cuando la utilización de la fuerza militar presenta riesgos”, declaraba su administrador Andrew Natsios, el 8 de mayo 2001. Dicha constatación se aplica perfectamente a Venezuela, donde la USAID financia numerosas iniciativas y donde los democracy builders (constructores de democracia) trabajan a tiempo completo. El Instituto Republicano Internacional (IRI) dirigido por John McCain, candidato a la Casa Blanca, forma parte de las cinco ONG que otorgan los fondos del USAID a las organizaciones y programas políticos de la oposición venezolana.

Así, después del fracasado golpe de Estado del 2000 contra Chávez, que George W. Bush había aprobado, el Departamento de Estado creó en Caracas una “oficina de la transición”, la cual declara que uno de sus objetivos es “fomentar la participación de los ciudadanos en el proceso democrático”. La “resistencia no violenta” se presenta como el método más eficaz para desestabilizar a los gobiernos, preludio a su derrocamiento.

Podemos preguntarnos cuál es el objetivo real de la campaña de “defensa de la libertad de expresión” en Venezuela y también a propósito de la instrumentalización política de las reivindicaciones separatistas de la oposición de derecha que en Bolivia controla cuatro departamentos (Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija) e impide el trabajo de la Asamblea Constituyente. “Una derecha racista, separatista, violenta y antidemocrática”, comenta el vicepresidente boliviano Álvaro García Linera. Que los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador hayan recuperado el control de sus recursos estratégicos, petróleo y gas, los dos primeros a través de nacionalizaciones parciales, no es nada ajeno a la actitud de Washington.

En cuanto a Cuba, luego de que G. W. Bush reforzara otra vez el embargo, el escenario de la “transición democrática” se prepara en una comisión encargada de elaborar propuestas –de las cuales varias son secretas “por razones de seguridad nacional”– en la perspectiva del postcastrismo.

Transferido desde Panamá a Miami en 1998, el comando sur de la armada de los EEUU (Southern Command, Southcom) es el principal dispositivo militar en América Latina. Entre el Southcom y los gobiernos latinoamericanos, los contactos implican sólo a militares y excluyen a los interlocutores civiles. El Southcom define la agenda de la región de manera unilateral, sin informar directamente al Departamento de Estado. Al relegar las agencias de ayuda al desarrollo o a la agricultura a un segundo plano (la ayuda bilateral ha disminuido a un tercio en relación con la época de la Guerra Fría), ahora es el Departamento de la Defensa el que se encarga de una parte importante de los programas de asistencia al subcontinente. Esta transferencia no es neutra, el presupuesto de la Defensa es mucho menos controlado por el Congreso que el de la ayuda externa. Entre 1997 y el 2007, los EEUU habrán consagrado 7.3 mil millones de dólares en ayuda militar y policiaca a América Latina [vii].

Estados violentos replegados sobre ellos mismos
En ausencia de una definición común y universal del terrorismo, el Consejo Nacional de Seguridad (CNS) no se molesta en precisar, la guerra que le declararon es definida como “una empresa global de una duración incierta”, “que posee una alcance global”. En esta guerra asimétrica los enemigos son diversos: islamistas, contrabandistas y narcotraficantes refugiados en la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay; “populistas radicales” que se encuentran en primer lugar en Venezuela y Bolivia; “organizaciones terroristas” FARC, ELN y paramilitares en Colombia; movimientos sociales. Asimismo, bandas de delincuentes juveniles, refugiados, inmigrantes clandestinos y otros “potenciales” terroristas…

Para los responsables del Southcom, los intereses estadounidenses ya no son amenazados por una potencia extranjera, el subcontinente es una zona desnuclearizada exenta de armas de destrucción masiva. La amenaza central que emerge, según el general James Hill, antiguo comandante del Southcom, “es el populismo radical que socava el proceso democrático y que restringe los derechos individuales en lugar de protegerlos”. Este populismo radical (encarnado por Hugo Chávez) se reforzaría explotando las “frustraciones profundas” provocadas por el fracaso de las “reformas democráticas” y “estimulando un sentimiento antiestadounidense” [viii].

Por su parte, el general Bantz J. Cradock acusa a los “demagogos anti-EEUU, antiglobalización y hostiles al libre intercambio” de ser los responsables de la inestabilidad política. Enfrentar eso requiere, según él, reforzar las fuerzas de seguridad de la región y aumentar el presupuesto militar del Southcom, ya que “no es posible dejar convertirse a América Latina y el Caribe en un hoyo perdido donde los Estados violentos, replegados sobre ellos mismos, son aislados del mundo que los rodea por gobiernos populistas autoritarios” [ix].

En paralelo a este compromiso del Pentágono, conviene señalar la presencia de consejeros militares estadounidenses y el papel creciente que juegan en Colombia operadores militares privados y actores civiles no estatales de la misma nacionalidad. Las misiones ejecutadas por estos subcontratistas no pueden ser ejecutadas por las fuerzas armadas a causa de los límites de involucramiento de las tropas estadounidenses fijadas por el Congreso. Las empresas privadas de seguridad pueden, en cambio, estar implicadas en operaciones militares sin su acuerdo.

En otro plano, notaremos que la multinacional bananera estadounidense Chiquita Brands fue condenada, en septiembre 2007, por un tribunal de Washington, a una multa de 25 millones de dólares por haber dado 1.7 millones de dólares a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entre 1997 y 2004 con la finalidad de asegurar la protección de sus plantaciones. Los abogados de 173 personas asesinadas en las regiones bananeras demandaron legalmente a Chiquita. Pero un acuerdo fue negociado con el gobierno estadounidense, en el cual se exime de acusaciones a los dirigentes de la empresa. “Estoy sorprendido de que por algunos millones se pueda comprar la impunidad en los Estados Unidos”, no pudo dejar de afirmar el ministro colombiano de Justicia.

Bajo la iniciativa de Washington, los ejércitos latinoamericanos están nuevamente implicados en tareas de policía interna. En diciembre de 2006, el presidente mexicano Felipe Calderón envió a 7 mil soldados al estado de Michoacán para combatir el tráfico de drogas. El ejército interviene igualmente en las favelas de Río de Janeiro, en Brasil; contra las pandillas de jóvenes (las maras) en América Central y para controlar la inmigración en la frontera mexicana. Esta militarización de la seguridad pública, que no es una novedad pero sí propiciada por una demanda de protección frente al incremento del crimen organizado, contradice la tendencia de regreso a los cuarteles que se podía observar desde el fin de las dictaduras. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos están preocupadas, los “agitadores” a menudo son los indígenas, los jóvenes sin trabajo, los desempleados marginados. La intervención del ejército puede estigmatizar a estas categorías sociales, resucitar al viejo “enemigo interno” y de esta forma permitir a los militares recobrar una capacidad de presión política que recuerda un pasado siniestro. [x]

En este contexto fue cuando en octubre del 2007 G. W. Bush pidió al Congreso la aprobación del Plan México de ayuda para la lucha contra el narcotráfico. Su presupuesto provisional (1400 millones de dólares) está destinado a la compra de material militar (helicópteros, medios de inteligencia) y al entrenamiento conjunto de los ejércitos de los dos países. Los peligros de la militarización de la lucha antidrogas son evidentes, en el momento preciso cuando México atraviesa graves conflictos sociales en varios estados. Por otro lado, un complemento presupuestario de 50 millones de dólares debería extender la “guerra contra el narcotráfico” hacia América Central. La reacción del Congreso estadounidense, en su mayoría demócrata, es incierta.

Los Estados Unidos preconizan desde hace mucho tiempo una reforma del rol tradicional de las fuerzas armadas latinoamericanas. El acento ha sido puesto sobre la cooperación regional y la interoperabilidad, mientras que durante el periodo de la Guerra Fría, la ayuda militar estaba destinada casi exclusivamente a la colaboración bilateral. El Southcom tiene por objetivo crear una fuerza de reacción rápida capaz de enfrentar los nuevos peligros. En 2007, durante la reunión de la trigésima séptima asamblea general de la OEA en Panamá, Condoleeza Rice propuso la formación de una alianza de defensa mutua contra las amenazas hacia la seguridad del continente con el fin de vigilar la política interior de los Estados y de asegurar que éstos respetaran las normas democráticas. La proposición fue rechazada, los latinoamericanos no quisieron avalar lo que juzgaron como una estratagema estadounidense para castigar a Venezuela [xi].

Washington necesita estar presente en el terreno y tener aliados para legitimar su intervención, la puesta en marcha de una fuerza de intervención regional parece incierta teniendo en cuenta los actuales equilibrios regionales. Sin embargo, el caso haitiano podría servir de ejemplo. William LeoGrande ha analizado el papel de la administración Bush en la caída del presidente Jean Bertrand Aristide [xii]. Si bien LeoGrande estima que la salida forzada fue facilitada por la deriva del que otrora fuera sacerdote, no es desdeñable el hecho de que fueron antiguos miembros de una fuerza paramilitar, el Frente por el Avance y el Progreso en Haití (FRAPH), quienes con el apoyo de la administración Bush, llevaron a cabo el derrocamiento. Una manipulación del “derecho de injerencia” muy bien lograda… De hecho podemos sorprendernos de que algunos ejércitos del continente participen en el Misión de las Naciones Unidas para la estabilización de Haití (Minustah) [xiii] luego de que las condiciones de la salida forzada del ex presidente están en tela de juicio: Dante Caputo, antiguo representante del secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU) en Haití, ha cuestionado el papel de la CIA en la caída de Aristide [xiv]. Una “fuerza de estabilización” como la Minustah puede ser utilizada como modelo para el futuro.

El Southcom dispone de muchos otros instrumentos de convencimiento. Los países miembros de la OEA adoptaron la noción de “seguridad cooperativa” en el 2001, en Santiago de Chile. Esta favorece la “transferencia de los procedimientos militares” [xv]. Además los encuentros regulares de los ministros de Defensa del continente (DMA) refuerzan la confianza recíproca. La internacionalización de las operaciones armadas, los ejercicios navales conjuntos, el entrenamiento por parte de Washington de 17 mil militares latinoamericanos (cifra del 2005) y las ventas de armas crean los vínculos.

Opiniones discrepantes en la izquierda
El rol directivo del Pentágono y el peso del complejo militar-industrial se confirmaron con el levantamiento oficial del embargo sobre la venta de armas hacia América Latina, teniendo en cuenta que los EEUU ya eran el proveedor más importante de equipos de este tipo en la región. Este tipo de decisión puede provocar una carrera armamentista: la venta de aviones de combate F-16 a Chile puede llevar a otros ejércitos de la región a querer “modernizarse” [xvi]. El ministro de Defensa brasileño anunció que en el año 2008 Brasil aumentará en más de 50% el presupuesto de gastos e inversiones de sus fuerzas armadas, y eso que el país mantiene relaciones “consolidadas y pacíficas” con todos los países de Sudamérica.

Frente a Washington las izquierdas latinoamericanas se encuentran divididas entre los partidarios de una asociación económica negociada que obligue a limitar las reformas sociales y los defensores de la integración política latinoamericana, de la cual la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) [xvii] sería un primer paso. “El imperialismo de hoy no es el mismo que el de hace 30 años” constata Atilio Borón [xviii]. Las políticas de izquierda deben tener en cuenta estos cambios recordando al mismo tiempo que la administración estadounidense no está dispuesta a tolerar la reapropiación de los recursos nacionales, el rechazo de los tratados de libre intercambio ni la independencia política que reivindican los gobiernos de Bolivia, Ecuador y Venezuela.

* Janette Habel es colaboradora del Le Monde Diplomatique y profesora universitaria en el Instituto de Altos Estudios de América Latina (IHEAL), París.

Notas

[i] Foreign Affairs, Palm Coast (Florida), enero-febrero 2006.
[ii] Bajo diversas formas y con políticas muy diferentes, la izquierda se encuentra en el poder en los siguientes países: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Cuba, Ecuador, Nicaragua, Uruguay, Venezuela. También se consideran como socialdemócratas los gobiernos de Costa Rica, Guatemala, Panamá y Perú (este último aplica una política muy conservadora).
[iii] Guy Mazet, Centro de Investigación y de Documentación sobre América Latina (Credal)-CNRS, Mimeo Coloquio, Ivry, abril 2007.
[iv] Nacido en 1999, el G20 reúne al G8 (Alemania, Canadá, EEUU, Francia, Italia, Japón, Reino Unido, Rusia), a los países emergentes (Sudáfrica, Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del sur, India, Indonesia, México, Turquía) más la Unión Europea.
[v] El País, Madrid, 27 septiembre 2007.
[vi] William I.Robinson, “Democracy or polyarchy?”, NACLA Reports on the Americas, vol. 40, núm. 1, Nueva York, enero-febrero 2007.
[vii] Washington Office on Latin America (Wola), “US military programs with Latin America 1997-2007”, Below the Radar, Center for International Policy, Latin America Working group Education fund, marzo 2007.
[viii] General James Hill, House Armed Services Committee, Washington, 24 marzo 2004.
[ix] “Posture statement of general Bantz J. Cradock befor the house armed service committee”, Washington, 9 marzo 2004.
[x] Lucia Dammert y John Bailey, “¿Militarización de la seguridad pública en América latina?”, Foreign Affairs en español, Palm Coast, abril-junio 2007.
[xi] William LeoGrande, “A poverty of imagination: George W. Bush’s policy in Latin American”, Journal of Latin American Studies, Cambridge University Press, Reino Unido, 2007.
[xii] Ibid.
[xiii] Ejército de las Naciones Unidas, la Minustah se encuentra bajo el mando brasileño y el delegado del secretario general es un chileno. La Minustah está integrada por militares brasileños, uruguayos, chilenos, argentinos, peruanos y ecuatorianos.
[xiv] Le Monde, 18 noviembre 2004.
[xv] Cf. Richard Narich, “Tendances en matière de sécurité en Amérique latine”, y Cristina López, “La politique extérieure des Etats Unis envers l’Amérique latine”, Défense nationale et sécurité collective, París, noviembre 2007.
[xvi] Si por una parte los EEUU venden aviones F-16 a Chile, en cambio niegan la venta a Caracas de repuestos para estos mismos aparatos, que utiliza la aviación venezolana.
[xvii] Bolivia, Cuba, Nicaragua, Venezuela.
[xviii] Atilio Borón, Empire et impérialisme, L’Harmattan, París, 2003.



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