sábado, 16 de agosto de 2008

Olimpiadas y política, por Alejandro Encinas

Ciudad de México, 16 de agosto de 2008
Servicio informativo núm. 504

Sumario:

I.
Olimpiadas y política, por Alejandro Encinas

II. Juegos en Pekín, por Ignacio Ramonet

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OLIMPIADAS Y POLÍTICA
por Alejandro Encinas

(publicado en El Universal el 16 de agosto de 2008)

Para un importante sector de mexicanos de las generaciones de jóvenes en los 60 y 70, los Juegos Olímpicos están asociados a la represión de que fue objeto el movimiento estudiantil que en 1968 demandaba cambios profundos en la vida política del país, dominada por un régimen autoritario que inhibía el ejercicio de las libertades democráticas elementales.

Este no es un hecho aislado. Desde que en 1896 en Atenas se reviviera su celebración, la política está ligada a estos juegos. La misma motivación de Pierre de Coubertin para retomar estas competencias tenía un propósito político al pretender reunir en un mensaje de paz a atletas de todo el mundo. Está claro: las Olimpiadas, además de ser la más importante manifestación deportiva del orbe, tienen una connotación política y se han convertido en un buen negocio.

Desde la preguerra, la disputa por la sede olímpica tiene que ver con la búsqueda de legitimidad de los gobiernos convocantes para demostrar —más allá de la capacidad económica que exige la organización y construcción de la infraestructura deportiva y logística necesaria— gobernabilidad y diplomacia.

Lo pretendió Hitler en Berlín 1936, al querer utilizar la justa como medio de propaganda de la Alemania nazi, demostrar la superioridad aria y cambiar la percepción internacional adversa ante la supresión de libertades, la violencia antijudía y la represión a los comunistas y socialistas alemanes. Jesse Owens derrumbó tal propósito. Esta situación condujo al primer boicot a los juegos, cuando se organizaron de manera alternativa las Olimpiadas Populares en Barcelona, evento que fue suspendido al estallar la guerra civil en España en julio de 1936.

El boicot se hizo patente en Montreal 1976: 33 países abandonaron las Olimpiadas en protesta porque el COI no sancionó a Nueva Zelanda, cuya escuadra de rugby había competido en Sudáfrica, país excluido del movimiento olímpico por su política de segregación racial. Más adelante el boicot adoptó una más de las caras de la guerra fría, como sucedió en Moscú 1980 tras la invasión soviética a Afganistán, y en Los Ángeles 1984, cuando el bloque hizo lo propio aduciendo una campaña anticomunista.

El acontecimiento más lamentable en la historia olímpica fue, en Munich 1972, la irrupción del comando Septiembre Negro que, demandando la liberación de 234 palestinos presos en cárceles de Israel y Alemania, secuestró y asesinó a 11 integrantes de la delegación israelí tras un fallido intento de rescate. Los juegos continuaron hasta su clausura.

En México 1968, tras el milagro mexicano y una reconocida política exterior, el gobierno buscaba ocultar su rostro autoritario. Pero como en otros países, ese año emergió un movimiento político y cultural que cuestionó al establishment y demandaba reconocer el agotamiento de un régimen negado a asumir la diversidad y conformar una nueva sociedad. La protesta estudiantil fue sofocada “para evitar afectar la imagen de México en el exterior”. No obstante, los estadounidenses John Carlos y Tommie Smith levantaron sus puños en guantes negros, símbolo de los Black Panthers, organización que reivindicaba los derechos de los afroestadounidenses, durante la ceremonia de premiación en pruebas de atletismo. Al igual que el movimiento de los estudiantes, ambos atletas fueron castigados a su regreso.

China no es la excepción. El despliegue económico, tecnológico, diplomático y la fuerza de una cultura milenaria no ha ocultado las inconformidades por la intervención en el Tíbet, las disidencias e incluso los atentados en el marco de la contienda, que pese a la consolidación de ese país como potencia mundial y su irrupción en el siglo XXI como era de modernidad de los países asiáticos, reclaman libertades democráticas, como a lo largo de todas las justas olímpicas.

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JUEGOS EN PEKÍN
por Ignacio Ramonet

(publicado en Le Monde Diplomatique en español, núm. 154 de agosto de 2008)

Con el lema “Un mundo, un sueño”, los Juegos Olímpicos de Pekín deberían ofrecer a los dirigentes chinos, del 8 al 24 de agosto, la ocasión de una rehabilitación internacional después de la condena mundial de la que fueron objeto tras la matanza de la plaza Tiananmen en 1989. Por eso el éxito de las Olimpiadas es tan primordial para ellos y, por eso, el primer ministro Wen Jiabao insiste en las consignas de “armonía” y de “estabilidad”. Ello explica también la brutalidad de la represión contra la revuelta del Tíbet en marzo pasado. Así como el furor de las autoridades contra las manifestaciones que perturbaron, en algunos países, el paso de la antorcha olímpica. O la rapidez en enviar auxilio a los damnificados del terremoto de Sichuan del 12 de mayo. Nada debe perturbar la consagración mundial de China en este año olímpico.

Asimismo, estos Juegos celebran los treinta años del inicio de las reformas impulsadas en 1978 por Deng Xiaoping que han permitido el milagro económico y el excepcional renacimiento de China. Cierto es que sus triunfos impresionan. Su PIB duplica cada ocho años y, en 2008, debería rebasar el 11%. Con una población de 1 350 millones de habitantes —igual a la suma de la de las Américas (900 millones) más la de Europa (450 millones) —, este país es ya la tercera economía del planeta. Ha aventajado a Alemania, sobrepasará en 2015 a Japón y debería superar a Estados Unidos en 2050. Se ha convertido en el primer exportador mundial y en el principal consumidor del planeta.

Pero ese “milagro” presenta varios lados ocultos. En primer lugar, las graves violaciones en materia de derechos humanos que contradicen los valores del olimpismo. China, por ejemplo, lleva a cabo más de 7 000 ejecuciones capitales al año, o sea el 80% de todas las penas de muerte aplicadas en el mundo. Además, la estabilidad de este coloso se ve amenazada por otros peligros: un previsible desplome bursátil, una inflación desmedida, un desastre ecológico y motines sociales que se están multiplicando.

El propio vicepresidente de la Asamblea popular, Cheng Siwei ha alertado: “Se está formando una burbuja especulativa. Los inversores deberían preocuparse por los riesgos” (1). Y Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, acaba de afirmar que los mercados bursátiles chinos están “sobrevalorados” y han alcanzado niveles “insostenibles”. El índice de la Bolsa de Shanghai se ha multiplicado por cinco desde 2006, y su crecimiento desde principios de 2008 es del 106%. Cuando una Bolsa alcanza semejantes picos, su hundimiento pocas veces está lejos.

Por el momento, el número de ricos no cesa de aumentar. China ya posee unos 250 000 millonarios en dólares. Pero las políticas liberales del sistema también han aumentado las desigualdades entre ricos y pobres, entre ganadores y perdedores. Unos 700 millones de chinos —47% de la población— viven con menos de dos euros diarios, y, de ellos, unos 300 millones con menos de un euro diario.

Porque el “milagro” está basado en la represión y la explotación de una inmensa hueste de trabajadores (los que fabrican para el mundo entero toda clase de bienes de consumo baratos). A veces trabajan entre sesenta o setenta horas semanales por sueldos inferiores al salario mínimo. Más de 15 000 obreros mueren cada año en accidentes laborales. Los conflictos sociales están aumentando anualmente un 30%: huelgas salvajes, revueltas de pequeños campesinos, además de escándalos de los niños esclavos.

El actual contexto es propicio al descontento. Pues en China, como en muchos países, el incremento de los precios de los alimentos y de la energía (el 19 de junio pasado, el Gobierno aumentó el precio de los carburantes un 18%) se traduce en una subida de la inflación —que ya alcanzaba el 7,7% en mayo— y una consiguiente degradación del nivel de vida. Las autoridades temen la amenaza de una inflación desestabilizadora que podría provocar manifestaciones de masas semejantes a las que fueron aplastadas por el ejército en la plaza Tiananmen en junio de 1989.

A todo ello se añade el peligro de una catástrofe ecológica que cada día preocupa más a los ciudadanos. El propio ministro del Medio Ambiente, Pan Yue, ha admitido la enormidad del desastre: “Cinco de las ciudades más contaminadas del planeta se hallan en China; las lluvias ácidas caen sobre un tercio de nuestro territorio; la mitad de las aguas de nuestros siete principales ríos son inutilizables; un tercio de nuestra población respira un aire muy contaminado. En Pekín, entre el 70 y el 80% de los cánceres tienen por causa el medio ambiente degradado” (2).

Todos los descontentos de China van a querer aprovechar la gran cita de las Olimpiadas y la presencia de unos 30 000 periodistas extranjeros para expresar sus iras. Las autoridades se hallan en estado de máxima alerta. Sueñan con poder desactivar a tiempo el gigantesco barril de pólvora social a punto de estallar. Para que los Juegos de Pekín no le prendan fuego a toda China.

Notas:
(1) Financial Times, Londres, 30 de enero de 2007.
(2) Der Spiegel, Hamburgo, abril de 2005.


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