martes, 23 de octubre de 2007

Coinciden articulistas perredistas en reiterar el carácter ilegítimo del gobierno calderonista

Ciudad de México, 23 de octubre de 2007
Servicio informativo núm. 232


COINCIDEN ARTICULISTAS PERREDISTAS EN REITERAR EL CARÁCTER ILEGÍTIMO DEL GOBIERNO CALDERONISTA

Desde aristas diferentes, aunque coincidentes en rechazar cualquier tipo de reconocimiento al gobierno de facto de Felipe Calderón, aun si este reconocimiento fuese mediante diálogos o acercamientos fotográficos, tres dirigentes perredistas centran hoy sus colaboraciones periodísticas en el debate sobre la postura que debe adoptar la izquierda mexicana hacia el calderonismo. Los tres artículos periodísticos que aquí reproduce el servicio de noticias ISA son los de Alejandro Encinas (El Universal), Martí Batres (El Gráfico) y Ricardo Monreal (Milenio Diario).


Temporada de patos, por Alejandro Encinas Rodríguez

“Si parece pato, camina como pato y grazna como pato, pues es un pato”. A partir de esta metáfora popular, algunos dirigentes del PRD han querido justificar lo que a su juicio es una situación inevitable que debe conducir al reconocimiento formal de Felipe Calderón y de la investidura que ostenta.

Ello ha traído de nueva cuenta un debate que evidentemente fue eludido durante el décimo Congreso Nacional del PRD, cuando por unanimidad se resolvió que “bajo ninguna circunstancia el PRD reconocerá a Felipe Calderón como presidente de México. Con Calderón no habrá ni diálogo ni negociación alguna”.

Más allá de si el PRD adoptó ya una posición definitiva al respecto, considero positivo que dentro del partido las distintas corrientes y sus miembros manifiesten abiertamente su verdadera posición, pues estoy convencido de que la simulación y la elusión del debate no contribuyen al desarrollo del partido y, además, crean una espejismo sobre las bases reales de su unidad e identidad política.

Esta no es una discusión novedosa en la izquierda, ya se ha presentado en otras ocasiones, cuando la llamada apertura democrática de Luis Echeverría incorporó a diversos dirigentes de la izquierda a un acuerdo que buscaba maquillar el rostro de su gobierno tras la guerra sucia contra el movimiento guerrillero y la represión a estudiantes el Jueves de Corpus en 1971, abriendo paso a la cooptación de dirigentes y a lo que más tarde sería el Partido Socialista de los Trabajadores; o cuando tras el fraude electoral de 1988, la formación del PRD y el desconocimiento del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el Frente Democrático Nacional se dividió, incorporándose al gobierno de Salinas el Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional y el Partido Popular Socialista, en un intento, a la vieja usanza de los partidos subordinados al sistema, por legitimar al gobierno y contrarrestar la fuerza del naciente partido encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y las organizaciones más representativas de la izquierda mexicana.

En ambos casos la lectura equivocada de estos grupos —que alentaron la división de la izquierda— sobre la legitimidad de ambos gobiernos y la situación política del país en ese momento los condujo inevitablemente a su desaparición.

Valga el referente histórico para abordar esta discusión. Nuestro país atraviesa por una crisis política en la que prevalecen dudas y convicciones acerca del resultado electoral, y una profunda polarización social heredada del 2 de julio de 2006.

El proceso electoral desmoronó dos tesis: la de que nuestro país vivía una transición hacia la democracia; y al mismo tiempo, que no había otra vía que la del neoliberalismo en la conducción del país.

La actuación del IFE dio marcha atrás a la acreditación alcanzada con la autonomía del órgano electoral, y el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no sólo hizo a un lado la oportunidad de esclarecer y legitimar el resultado final, sino que, reconociendo que se violaron normas del orden público y los principios de equidad y legalidad, declaró valida la elección.

Más aún, el deterioro de la credibilidad de estos órganos presenta signos de descomposición, como los casos de corrupción en el TEPJF con la adquisición de inmuebles o con el presunto soborno a algunos magistrados para registrar la candidatura del candidato del PRI en Baja California, sin que a la fecha hallan sido esclarecidos estos hechos.

Por ello, en la discusión que ahora promueven algunos miembros del PRD debería ponerse el acento no sólo en si se reconoce un gobierno que no obtuvo la legitimidad que otorgan las urnas, sino además en si en realidad existen condiciones para conciliar y construir un espacio de entendimiento entre ilegitimidad y democracia.

La izquierda no puede avanzar en un diálogo como concesión y menos aún a un diálogo como cooptación, las experiencias recientes demuestran tercamente el fracaso de estas visiones; menos aún, sumarse a un acuerdo —el del PAN con el PRI— que busca, de origen, perpetuar un proyecto de la derecha neoliberal y la exclusión, cuando no la eliminación, del referente más importante que halla construido la izquierda mexicana.

Por decirlo de otra forma: en esta temporada de patos, donde se quiere reconocer a un presidente ilegítimo, no encuentro la necesidad de contar con una izquierda patito.

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Carlos Salinas y Felipe Calderón, la misma historia,
por Martí Batres Guadarrama

En 1988 Carlos Salinas de Gortari llegó al gobierno federal a través de un fraude electoral. Se despojó así a Cuauhtémoc Cárdenas del triunfo que obtuvo en las urnas. A partir de ese momento el movimiento que apoyó al ingeniero se negó a darle calidad de Presidente a Carlos Salinas. Se trataba de una cuestión política que tuvo su expresión en una conducta que en aquel entonces se le llamó “intransigencia democrática”. Salinas despachaba en Los Pinos y en Palacio Nacional, hacía nombramientos, controlaba férreamente el gobierno e incluso a los otros dos poderes. Tenía trato con todos los gobiernos del mundo, incluidos aquellos que se autodenominaban democráticos o socialistas. Pero el ingeniero Cárdenas nunca lo llamó Presidente. Siempre se dirigió a él como el señor Salinas o en el mejor de los casos como el licenciado Carlos Salinas de Gortari.

Éste combatió sin cuartel al ingeniero y al perredismo. Destinó el periódico oficial para atacarlo a diario. Persiguió y mató a cientos de perredistas. Después de las elecciones de 1994 creyó haberlo aniquilado políticamente.

No obstante, después del llamado “error de diciembre”, la imagen de triunfador de Salinas se hizo añicos. La gente repetía como estribillo: “Cuauhtémoc tenía razón, Salinas era un ladrón”. Este fue uno de los factores fundamentales que llevarían a Cárdenas a ganar la elección interna del PRD en busca de la jefatura de gobierno del Distrito Federal y después la propia elección constitucional en 1997.

Cuando parecía que esto era una historia del pasado, el 2 de julio de 2006 volvió a ocurrir. Felipe Calderón llegó al gobierno federal, también a través de un fraude electoral, despojando de su triunfo a Andrés Manuel López Obrador. Aquél vive en Los Pinos y a veces, con gran aparato de seguridad y de fuerza, realiza actos en Palacio Nacional. No tiene la misma fortaleza política que tenía Salinas para tomar decisiones y consumarlas. El país ya no es el mismo. Pero hace nombramientos, recibe gobernantes de otros lugares del mundo, incluidos dignatarios de izquierda. Igual que Salinas, aunque más débil. Sin embargo, igual que entonces, el movimiento que triunfó en las urnas no reconoce a Calderón como Presidente de México.

El asunto es de tanta importancia, incluso diríamos que más ahora que en el pasado, que Felipe destina gran parte de sus esfuerzos a salir en la foto con perredistas. Dedicó meses a presionar al gobernante de esta ciudad, Marcelo Ebrard, a tratar de reunirse con él, sin lograrlo.

Él sabe que su problema de fondo es la ausencia de legitimidad, porque al igual que Salinas, la mancha del fraude no se la quitará en toda su vida.

Hoy en día millones de mexicanos no reconocen a Felipe Calderón como Presidente por las mismas razones que no reconocieron a Salinas en su momento. Ese es el asunto central.

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Calderón y el PRD, por Ricardo Monreal Ávila

Se ha pretendido hacer del reconocimiento o rechazo de la investidura que detenta el señor Felipe Calderón, el tema central de la agenda política del PRD con vista a la renovación de su dirigencia nacional en marzo próximo. Nada más pueril, espurio e ilegítimo que tratar de meter en esa trampa al principal partido de la izquierda mexicana.

En primer término, el tema no es una preocupación central para la militancia de base del PRD. El 80% de los perredistas afiliados sostiene la postura de que el señor Calderón es producto de un fraude y no debe ser reconocido como Presidente legítimo de México. En este sector de base no hay motivo para una tregua, revisión o cambio en la denominación de origen del actual gobierno de facto. Se equivocan quienes piensan que esta creencia generalizada es producto de la postura de un hombre. Es exactamente a la inversa: AMLO insiste en el desconocimiento porque el rechazo es una realidad a nivel de las bases del PRD.

Pero no es la única razón. Una tercera parte del electorado que votó el 2 de julio de 2006 sigue pensando que esas elecciones fueron fraudulentas y que el perredismo hace bien en no reconocer al gobierno surgido de ellas. Más aún, el no reconocimiento del señor Calderón le ha permitido al PRD ser calificado por 40% del electorado como el “verdadero” y “principal” partido de oposición en el país, en contraposición al PRI, a quien sólo 15% de la ciudadanía le concede esa condición, y frente al resto del espectro partidista nacional.

En otras palabras, marcar y mantener una “sana distancia” frente a Felipe Calderón le ha permitido al PRD mantener la credibilidad y confianza de un sector de la ciudadanía que se siente insatisfecho, inconforme o desencantado por el desempeño económico del actual gobierno. No es precisamente un sector minoritario ni abiertamente identificado con la izquierda.

En segundo término, al no ser un tema ni una preocupación central de los militantes y simpatizantes del PRD, el asunto del reconocimiento queda circunscrito al ámbito de la élite dirigente del partido. Es decir, obedece a una agenda de interés personal o de grupo de aquellos que integramos la nomenclatura perredista: legisladores, autoridades gubernamentales, dirigentes estatales y municipales, activistas de corrientes internas y liderazgos partidistas.

Los intereses que están detrás del reconocimiento a Calderón en el PRD pueden agruparse en cuatro niveles. 1) El perredismo gubernamental (alcaldes y gobernadores) es proclive al reconocimiento presidencial dada su gran dependencia del presupuesto y de los programas federales, con el fin de sacar adelante sus propuestas de gobierno. No es fortuito que el gobierno local con mayores recursos propios, el GDF, sea el más resistente a las presiones políticas y presupuestales para reconocer a Felipe Calderón.

2) El perredismo electoral, impulsado por competencias políticas cada vez más cerradas, siente la imperiosa necesidad de moderar su discurso político, vincularse con sectores distintos al PRD y contemporizar con el poder presidencial. El caso de Michoacán es ilustrativo de esta dinámica.

3) El perredismo reformista, cuyo objetivo es la obtención del poder político de manera gradual y escalonada, es proclive a la negociación, al acuerdo y al reconocimiento del poder público —del signo que sea—, a cambio de avances relativos en propuestas de gobierno. El riesgo de esta estrategia de aggiornamento es el desfonde electoral o extravío del proyecto original; es decir, este perredismo podría quedarse sin partido y sin gobierno.

4) Sin embargo, el interés mayor para el reconocimiento presidencial no está en el PRD sino fuera del mismo. Proviene del Ejecutivo federal. ¿Quién gana más con el cambio de rumbo: el PRD o Felipe Calderón? La respuesta es evidente. Nada más legitimador para una Presidencia de facto que el reconocimiento de jure de su principal adversario. Por ello, la toma o expropiación política del PRD por parte de Calderón es un asunto de Estado, para lo cual intentará impulsar una candidatura sobre pedido o una dirigencia a modo, como lo está haciendo en su partido y en otras formaciones políticas que defienden la “sana cercanía” con el Ejecutivo federal.

El tema realmente de interés para el PRD y la sociedad mexicana no es tanto el rechazo o aceptación de Felipe Calderón como “Presidente de México”. Después de todo, ni Calderón dejará de ser espurio al ser reconocido por un grupo de perredistas, ni el PRD dejará de ser oposición porque desistió de llamar “ilegítimo” al titular del Ejecutivo.

El tema nodal es otro: qué tipo de oposición debe ejercerse en las actuales condiciones de desempleo, inseguridad, deterioro educativo, subasta de bienes nacionales, abandono del campo y degradación ambiental. Lo otro es, simple y sencillamente, un distractor.

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